En un mundo en el que todo se parece tanto y en el que sus ciudades invitan a hacer cosas semejantes, como si hubieran salido de la mente del mismo urbanista, hay rincones en la India que escapan a esa uniformidad solidificada por la globalización.
India, que durante siglos ha sido parte esencial de la Ruta de la Seda y de las Especias uniendo Oriente y Occidente, es uno de esos lugares que mantienen su originalidad, a veces caótica y otras tan armoniosa que ayuda a que el espíritu se equilibre.
Texto: Moisés Alonso. Tw: @moisesalonso20
Fotografías: Manuel Cruz. www.mcruz.es
El fotógrafo Manuel Cruz (Madrid, 1987) nos muestra a través de sus instantáneas y recuerdos las experiencias que vivió cuando recorrió el país en 2012. Tras aterrizar en Delhi se dirigió a Dharamsala (al noroeste del país), ciudad situada en la cordillera del Himalaya a más de 1.000 metros de altura. En el trayecto conoció a Madlene (joven alemana) aunque pronto tomaron un rumbo distinto. De Dharamsala, a la que a veces se la llama la “pequeña Lhasa” debido al peso de la cultura tibetana, le sorprendió el paisaje: “es una ciudad integrada con la naturaleza”, así como la curiosidad de sus habitantes. “Les llamé mucho la atención”, asegura Manuel, “no sé cuántas veces me pararon para observarme. Pero lo que más me gustó de ellos fue la tranquilidad con la que viven”. Ese carácter afable le ayudó a realizar una de sus fotografías favoritas hasta el momento. “Una niña de rasgos gitanos, ojos claros y ropaje exótico, me pidió que la fotografiara con mi cámara, y justo detrás había una pared en la que se podía leer gipsy. Lo tuve claro y la pedí que se pusiera ahí para sacar la foto. Aquel día dormí contento por aquello”.
Su siguiente parada fue Manali (a 235 km de distancia), una ciudad más pequeña pero con el doble de altitud que Dharamsala. En aquella ocasión no se sintió muy cómodo, por lo que no permaneció mucho tiempo allí. “La mayoría de sus habitantes son israelíes con un carácter poco amistoso. Así que descansé y me dirigí a Rishikesh”, a unos 500 km al sur. En aquel lugar, que concentra el mayor número de habitantes de la región, conoció a Laura (natural de Alicante). De aquello recuerda con especial emoción la visita que hicieron al templo de Shiva. “A medida que nos acercábamos nos íbamos cruzando con más gente que se sorprendía con nuestra presencia (tal vez fuera por nuestro tono de piel o pelo); incluso una mujer me dio a su hijo sólo para que le cogiera en brazos”, señala Manuel deteniéndose en ese detalle. “Era tal la aglomeración que llegó un momento en que no podíamos avanzar ni retroceder y, cuando por fin conseguí entrar, me vi rodeado de avispas (a las que soy alérgico). Mi corazón se desató, pero tuve que controlarme. Cuando volví, sentí una enorme satisfacción por haber superado tantos obstáculos”.
Continuó su aventura y llegó a las laberínticas calles de Varanasi (situada a más de 860 km de distancia), una de las ciudades más pobladas del país y que vive entregada a las aguas del Ganges. “Su gente vive por y para el río y el misticismo. Se puede ver a una mujer lavando telas y a su lado una ceremonia con la que se está honrado a un difunto”, sostiene el joven fotógrafo. Ese contraste también se aprecia en la estética tradicional u occidental con la que viste su gente, tal y como puede verse en sus fotografías.
El siguiente destino del viaje de Manuel Cruz fue Púshkar (unos 980 km al oeste de Varanasi), un lugar mágico para el hinduismo que, además, le unió de nuevo con Madlene y Laura. “Fue una gran sorpresa. Aprovechamos para conocer juntos la ciudad y un poco más de nosotros mismos. Laura me habló de los chakras y acertó cosas de mí a través de ellos. Me animé a comprar unas piedras muy conocidas que son mencionadas en El alquimista (de Paulo Coelho) y sobre las que dicen que ayudan a tomar las decisiones correctas. Las probé, sigue contando Cruz, “y acertaron en todo lo que las pregunté, desde la lluvia hasta el rumbo que tenía que tomar”.
Tras unos días se despidieron y Manuel continúo su viaje dirigiéndose a la pequeña ciudad desértica de Jaisalmer, recorriendo alrededor de 460 km de distancia. Al llegar su asombro fue aún mayor cuando se encontró por tercera vez con Madlene. “¿Me habrían conducido las piedras a ella?”, se pregunta el fotógrafo. En esa ocasión sólo compartieron unas horas para visitar un templo, en donde además conoció a Cristina, una joven madrileña.
Tras aquello Jodhpur (a 286 km al este) fue la siguiente parada, ciudad en la que el joven aventurero se sintió algo desencajado. No vio a ningún turista y las piedras le recomendaron que no durmiera en esa localidad. Pero era tarde, así que pasó la noche en uno de sus hoteles y a la mañana siguiente se levantó lleno de heridas, señal de que las chinches se dieron un banquete con él. Lo curioso fueron las sensaciones que experimentó en ese lugar. “Era la primera vez que me sentí solo en los 27 días que llevaba de viaje. Decidí irme cuanto antes y puse rumbo a Udaipur”. Allí pudo volver a disfrutar del periplo.
En su tramo final, el viaje volvió a su origen: Delhi. Fue a Agra, a unos 210 km, cogiendo un viejo autobús lleno de gente y sin aire acondicionado (como tantas otras veces). Cuando llegó se detuvo a observar el Taj Mahal, quedándome sobrecogido. “Di un paso atrás para contemplarlo mejor y sin saber por qué empecé a reírme”, reconoce el fotógrafo. “Al principio soltaba una risa moderada, pero mi alegría iba a más y terminé riendo a carcajada limpia, incluso noté alguna lágrima por mi rostro. Hubo gente que me miró sorprendida, aunque me dio igual. Mi cuerpo, mis chakras o mis vibraciones se manifestaron de esa manera en ese momento y no quise que nada lo contuviera”.
Días más tarde, en Delhi, se encontró a Cristina y, varias horas después y por cuarta vez, a Madlene. “No podía dejar de ver algo mágico en todo aquello. ¿Qué probabilidades hay de encontrarte tantas veces en tantos puntos a una misma persona en un país extraño y con tantos habitantes?”. Como no podía ser de otra manera, recorrieron juntos las calles de la capital y se despidieron sabiendo que otro reencuentro iba a ser más difícil aunque no imposible.
El viaje supuso para Manuel Cruz un cambio de ciclo. “Volví a Madrid renovado y con nuevas energías. De hecho poco después me vi con las fuerzas suficientes como para abrir mi propio estudio fotográfico. Además, desde entonces cada año procuro viajar solo a alguna parte”. Reconoce que no siempre le resulta fácil contar esta aventura dado que cuando se vive una experiencia tan apasionante, las palabras a veces se quedan pequeñas. Sin embargo, le gusta recordar un fragmento de El alquimista para describirla y el cual dice: “Todo el mundo tiene su propia leyenda personal en su propia vida, y todo el mundo debe ir a por ella”.