Un dragón en el mar de la China Meridional: Tioman

Siempre me ha parecido que navegar hacia esas islas que son habitantes solitarios del océano, que no forman parte de un archipiélago, y vislumbrar sus contornos en la distancia tiene algo de esa kingkongiana emoción de los viajeros al alcanzar, rodeada de bruma, la oscura y misteriosa isla de la Calavera. Algo así me sucedió con Tioman, en la costa oriental de Malasia, aunque faltaron la bruma y el día que nos recibió era soleado y claro.

© Oscar Blanco

Texto y fotos: Oscar Blanco

Varias leyendas locales relatan que la isla es la encarnación de un mítico dragón que fue convertido en piedra y quedó varado para siempre en estas aguas pacíficas. Tioman fue durante mil años puerto de paso de buques mercantes árabes, chinos y europeos (por lo visto, aún pueden encontrarse en las playas que la circundan esquirlas de aquellas antiguas porcelanas chinas, aunque no tuve ocasión ni sobre todo paciencia para comprobarlo), pero hoy día parece hacer honor a esas leyendas y se muestra como un trozo de tierra rodeado de una paz y un sosiego infinitos.

En el puerto de Mersing, distante unos 50 km de la isla, nos tomamos varias Singhas antes de partir. En estas latitudes hay que beber rápido o te expones a ingerir un brebaje tibio. No tenemos ningún problema en hacer caso a la sugerencia que desde la pared de este bar nos lanza uno de sus carteles de dudosa cortesía (“Have a nice day… somewhere else!”) cuando ya el ferri anuncia a bocinazos que está a punto de zarpar. En este barquito está prohibido fumar y beber alcohol, pero un grupo de chavales fuma y bebe cervezas alegremente en la popa. Es solo un botón de muestra, pero algo me dice que en Tioman los usos y costumbres de la musulmana Malasia, como a menudo sucede en los territorios isleños, son algo más relajados. Después de hora y media de travesía alcanzamos los dominios del dragón pero aún nos quedarán dos horas más de circunnavegación hasta alcanzar nuestro destino final, Tekek. Ese tiempo extra, que en la mayor parte de los casos suele ser un dinamitador de la paciencia, nos sirve sin embargo para contemplar Tioman de cerca por primera vez. Convertida nuestra embarcación en un mirador flotante, es aquí, desde el mismo mar, donde se aprecia claramente el paraíso virginal que es esta isla.

 

El bosque tropical muere en sus mismas playas y acantilados, y detrás las colinas, igualmente forradas de manto verde, nos informan de lo poco agraviada que ha sido Tioman a lo largo de los tiempos. La presencia humana es inevitable, pero queda largamente reducida a sus confines ribereños. El corazón de la isla es una naturaleza inmaculada que, de nuevo, trae a la imaginación fantasías de exploración y aventura, aunque no en nuestro caso, pobres turistas modernos, relegados al papel de espectador más o menos alucinado.

Tekek es el kampung (pueblo) más importante de Tioman, y en su puerto tomamos tierra ya entrada la tarde. Nos recomiendan sacar dinero del único cajero que hay en la isla, y este dato, que solo haya un cajero, me parece un indicio prometedor de la tranquilidad que este lugar ofrece. Tioman está mucho menos desarrollada que otros edenes malayos como Penang o Langkawi, y ese posiblemente sea su mayor atractivo. A escasos metros del embarcadero, paralelo a la línea de costa, han construido un diminuto aeropuerto cuya pista de aterrizaje parece haber sido encajada con calzador. En ella solo pueden aterrizar y despegar avionetas, y deben hacerlo siempre desde su extremo norte ya que el sur está rematado abruptamente por el muro verde de un cerro. La isla está libre de impuestos y hay un pequeño duty free en el que parece que nadie compra.

En estos días apenas se ve trasiego de turistas, y los recién llegados, en su camino hacia el hotel, se mezclan con los comerciantes callejeros y los habitantes locales. En este ambiente de tranquilo ajetreo empieza a soplar una juguetona brisa tropical. Es una escena que me recuerda mucho al plano final de El silencio de los corderos, aquel en que el doctor Lecter se encamina, con unos andares vaporosos, casi etéreos, hacia su próximo festín. Con algo menos de elegancia pero igual determinación, nos dirigimos a nuestra nada humilde morada: el Berjaya Tioman Resort. Es un recorrido de unos dos kilómetros de distancia, y este, junto al que atraviesa la isla desde Tekek hacia su costa oriental, es el único camino asfaltado de todo Tioman. Nuestra cabaña se encuentra a apenas treinta metros de la playa, y es frente a ella donde vemos acabar el día en la forma de un atardecer arrebatado, silencioso, poblado de siluetas negras de palmeras sobre un fondo anaranjado, casi perturbador en su sencilla y tropical belleza. Una perfecta postal de felicidad para la mente occidental, me digo.

De entre todos los despertadores posibles, el arrullo de las olas debe ser uno de los más dulces, y la mejor manera de empezar el día para un morador (aunque sea efímero, ay…) del paraíso. Con el estómago complacido por un buen desayuno de bufet, me enfundo el uniforme de turista (chanclas, vaqueros cortados por encima de la rodilla, camisa floreada de colores nada tímidos) y miro al cielo esperando que su color plomizo no sea el embajador de uno de esos tormentones tan habituales en esta parte del mundo. En el trópico, la naturaleza sale a tu encuentro, violenta e impredecible, nada más iniciar el paso. Un hermoso lagarto de más de un metro de largo se cruza en nuestro camino y continúa el suyo sin asustarse, tan campante. Algo más adelante, nos quedamos pasmados ante un árbol cuyo tronco se alarga y se quiebra formando un perfecto ángulo de 90 grados, y un poco más allá dos enormes saltamontes copulan en una rama. El personal del Berjaya nos obsequia con su mejor catálogo de sonrisas. Este evocador resort, el más grande de la isla, se extiende entre el mar y las exuberantes colinas cercanas y resulta un lugar idílico cuidado con mimo. Sus desaliñadas pistas de tenis hablan, sin embargo, de un pasado más esplendoroso. En su modesto embarcadero nos recoge una lancha que nos lleva al extremo sur de la isla, a Mukut, donde es posible dejar pasar el tiempo disfrutando de sus populares cascadas. Este baño en aguas frescas, después de atravesar la pegajosa humedad de la selva, tiene algo de terapéutico. Por supuesto, no dan ganas de marcharse, pero otros deleites nos esperan.

Tioman es uno de los mejores lugares de toda Malasia para practicar submarinismo, y nosotros elegimos a su hermano pequeño, el snorkeling, para pasar un par de horas mecidos por el océano. La isla parece estar fuera de las rutas marítimas habituales, en su horizonte apenas se ven grandes barcos, y esa es la razón de estas aguas impolutas y cristalinas que casi dan ganas de ser bebidas. Bajo su superficie se despliega un espectáculo de erizos, estrellas de mar, corales y peces de colores, pero a menudo prefiero mirar hacia arriba mientras floto, hacia ese cielo igualmente limpio que nunca es rasgado por avión alguno.

Una de las mejores cosas a que dedicar el tiempo en Tioman son sin duda las caminatas por la jungla. Hay que tener cuidado y no salirse de las sendas establecidas. La jungla es el sublime territorio en el que sueño y pesadilla pueden sucederse en cuestión de segundos. La mayor de estas rutas es el camino asfaltado, que no carretera – arcenes y líneas de separación entre carriles, quién os necesita en lugar tan apacible… – que une Tekek con Juara, en la costa este de la isla. Son siete kilómetros de estupefacción que recorremos a lomos de una scooter (lo cual se agradece mucho en los tramos en que la pendiente de subida llega a ser del 45%), con intermitentes tramos a pie. Al contrario de lo que sucede en grandes pedazos de la Malasia continental, y no digamos ya en el Borneo malasio (al igual que en Kalimantan, el Borneo indonesio), Tioman no ha sido deforestada, y la exhibición de su verdor primigenio es un espectáculo apasionante, casi lujurioso. Atravesar el bosque tropical, escuchar sus inconfundibles sonidos, promesas de misterios y peligros quizá no tan lejanos, respirar su aire purísimo, es una experiencia cercana al trance, rematada a bordo de la moto por el delicioso golpeteo de esta brisa carnosa sobre el rostro. Uno se queda embobado en estos parajes, distraído y abstraído del mundo, y me llama la atención cómo un lugar puede ser el escenario de la más prosaica cotidianidad para sus habitantes y, al mismo tiempo, el de la felicidad y el asombro para quienes lo visitan.

Tras atravesar la selva de costa a costa, la principal lengua de asfalto de la isla desemboca en Juara, el kampung con más encanto de Tioman. Aunque en ella también se pueden encontrar estupendos resorts, como el Barat en cuya playa contemplamos otro de esos crepúsculos inefables, Juara es el destino backpacker de la isla por antonomasia. Pero aquí no solo hay mochileros sino un ambiente más relajado, más alternativo y auténtico que en la más estándar Tekek. En Juara abundan esos chiringuitos de inspiración pseudojipi en los que a uno le apetece soñar, soñar con cosas que probablemente nunca hará pero que cuadran a la perfección con la escena de este mojito o aquel daiquiri en mano mientras el sol se oculta a lo lejos en un horizonte de fuego. Proliferan las escuelas de buceo y las cabañas cuyo umbral está en la misma playa, las hamacas mecidas por el viento y el silencio regalado por el escaso tráfico. Un lugar en el que ser feliz sin apenas hacer nada, solo estar, mirar, oír, sentir. A veces no hace falta mucho más, pero con demasiada frecuencia lo olvidamos. En Juara se reproducen los fabulosos tópicos repetidos en tantos otros territorios de ensueño: las aguas color turquesa y más al fondo lapislázuli, la fina, aterciopelada arena tostada, las palmeras que se arquean indolentes sobre la orilla, la happy hour al atardecer… Nunca fue tan placentero caer y regodearse en el lugar común, y aquí puedes hacerlo día tras día, sin mayor preocupación que pensar en qué cenarás por la noche o a qué playa irás al día siguiente.

Matahari en malayo significa sol, y Saufik, el taxista cuyo servicio contratamos el día de nuestra llegada, señala sonriente al cielo y nos asegura que hoy hará un gran día. Pareciera que en Tioman todos lo son. Uno puede, y debe, abandonarse de vez en cuando al dolce far niente, pero la naturaleza en esta isla es un imán que te incita a recorrerla siempre una vez más. Así, visitamos la hermosísima bahía verde de Monkey Bay, al norte, donde nos previenen contra los monos, siempre tan revoltosos y tan amigos de lo ajeno, o, en el extremo sur, los imponentes Dragon Horns, los dos gigantescos monolitos gemelos de granito, de unos 700 metros de altura, que ofrecen las mejores vistas sobre la isla para aquellos aguerridos que logren alcanzar su cumbre. Tumbado boca arriba en el agua, frente a mí el frondoso skyline de Tioman dibujado contra el cielo azul por las copas de sus árboles, pienso en estos y otros de sus rincones y me maravillo al saber que han estado siempre así, que otros seres humanos, hace 1.000 o 10.000 años, contemplaron lo mismo que yo ahora, que aún existen lugares en el mundo en los que la mano del hombre no ha conseguido mancillar la poesía de la Creación.

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Un comentario sobre «Un dragón en el mar de la China Meridional: Tioman»

  1. En estos tiempos de tanto soñar con viajes que por ahora son impensables, el relato de Óscar Blanco llena sobremanera éste vacío. Tiene el talento innegable de transportar el lector a este isla de ensueño y, con solo cerrar los ojos, a casi vivir las sensaciones que él percibe y que tan bien describe.
    Felicitaciones Óscar!

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