Cabalgando el Adriático italiano

Al otro lado de los Apeninos, allí donde el Mediterráneo se extiende en un profundo brazo de mar que separa la península itálica de los Balcanes, se encuentra una Italia que no es muy conocida por los viajeros foráneos. El Adriático. Su solo nombre tiene ya reminiscencias embrujadoras; su esdrújula sonoridad, invitadores cantos de seducción.

adriatico italiano

Es cierto que se inicia con la mayor luminaria del turismo nacional, Venecia, pero siguiendo la línea de su costa en dirección sur es posible adentrarse en un territorio que posee todo el aroma y la emoción del descubrimiento. Nueve días y más de ochocientos kilómetros separan Venecia de nuestro destino final, Bari. Es precisamente en la Perla del Adriático donde comienza este viaje.

Todo está dicho ya sobre la legendaria capital del Véneto, de modo que durante un par de jornadas sólo cabe abandonarse al dulce aperitivo de este lugar sin igual. Pasear con calma por sus calles, canales y campos o plazas vecinales. (La única piazza que es merecedora de tal nombre es San Marcos). Visitar sus tiendas primorosas, auténticos reductos de lo exquisito, aunque no se tenga intención de comprar. Escuchar la voz deliciosa de algún tenor cuya sorprendente sonoridad reverbera por el laberinto de los canales. Devorarla con los ojos y en silencio. Pagar, por qué no, 30 euros por un par de cafés en el escenario magnífico de San Marcos (probablemente el café más caro del mundo en la plaza más famosa del mundo, con permiso de San Pedro de Roma), eso sí, al son de bellísimas serenatas. Recorrer sus aguas en góndola cuando ya la noche lo ha cubierto todo. Sucumbir, en definitiva, al formidable tópico veneciano.

Una Venecia en miniatura

Tras abandonar Venecia con el espíritu empapado de una madrugadora nostalgia, la atención se dispersa tentada por las mil maravillas que atesora Italia. De hecho, cometemos el desliz de una breve escapada veronesa, pero la ribera adriática nos reclama y acudimos a su abrazo en la pintoresca localidad de Chioggia. Rematando la laguna véneta por el sur se encuentra este diminuto (consta de apenas tres canales principales) y popular remedo veneciano con vocación y olor de pueblo pesquero, un curioso contrapunto a su excelsa vecina del norte. Es en su avenida principal, el corso del Popolo, donde paramos para comer una pizza y unas bruschettas de batalla que, sin embargo y dadas las horas, nos saben a gloria. Deambulando en dirección a su coqueto puerto, practicamos el noble arte de la observación. Definitivamente, ha desaparecido todo rastro de la sofisticación veneciana. En un bar junto al canal Lombardo, contemplamos una escena surrealista que uno asociaría más bien con el famoso tipismo del sur italiano. A pleno día, coreados por una parroquia circense, dos tipos le dan al karaoke con muchas más ganas que arte. Contagiados por la escena, no podemos más que aplaudir según abandonamos el lugar, en medio de risas y cálidas despedidas.

Con Chioggia ya a la espalda, buena parte del camino a Rávena discurre a través del enorme delta del Po, el río más grande de Italia, con su panorama de agua y verdes llanuras, y el gran río serpenteando camino del Adriático. Como todos los deltas, es un paisaje peculiar, atmosférico, aquí levemente brumoso y salpicado de alamedas y bosquecillos. El círculo naranja de un sol moribundo al oeste nos escolta mientras pasamos junto a los famosos lidi ravennati, las inmensas playas de Rávena, embajadoras de su ciudad, que alcanzamos ya a oscuras. Llegar a Rávena de noche es conocer un lugar desolado y aparentemente carente de atractivo, pero que con la luz del día siguiente, como una flor que se abriera, se revela como una urbe preciosa, con un centro histórico concebido para el deleite peatonal. Rávena es famosa por sus mosaicos, que incluso dan forma a las placas de sus calles y plazas, y por sus monumentos bizantinos y paleocristianos. Aquí se puede visitar la tumba de Dante, el mayor poeta de Italia que, aunque florentino de nacimiento, murió en esta tierra tras su forzado exilio. Desde el Duomo, con su hermoso campanile de ladrillo rojo, un agradable paseo nos conduce hasta la estupenda basílica de San Vitale, que forma un conjunto encantador con el mausoleo de Galla Placidia y el Museo Nazionale. No muy lejos de aquí tenemos nuestro primer contacto de importancia con una de las razones de este viaje: la deslumbrante gastronomía italiana.

Durante los próximos días, disfrutaremos descubriendo sabrosas especialidades locales al tiempo que explorando el fabuloso tópico de la pasta en el país de su esplendor. En Rávena nos deleitamos con dos de sus variedades típicas: strozzapreti a la lillo, pasta enrollada a mano de aspecto algo basto, como de soga (literalmente, strozzapreti significa “estrangulacuras”, nutritiva muestra del claro sentimiento anticlerical de quienes la inventaron), en este caso con una salsa de nata, tomate, bacón y páprika, una especie de carbonara picante pero con tomate en vez de huevo; y cappelletti al ragú, pasta rellena con forma de sombrero (cappello), de aspecto algo similar a los tortellini.

Situadas entre el azul grisáceo del mar y el verde de los bosques a su espalda, a apenas 8 kilómetros al oeste de Rávena se encuentran los lidi ravennati, las enormes playas desde las que decimos adiós a la ciudad. En ellas proliferan los edificios típicos del desarrollismo urbanístico playero italiano, al estilo de un Levante español pero incluso algo más feo. Es una zona muy turística, inundada de apartamentos y hoteles pintados de prosaicos tonos pastel, pero nosotros llegamos al final del verano, escasean los bañistas y se agradece esta inusitada tranquilidad. El Adriático es aquí un mar calmo, casi piscinesco, y su superficie de espejo sólo la rompen un par de plataformas ¿petrolíferas? no muy alejadas de la costa.

El Benidorm del Adriático

Después de Rávena, el litoral adriático se convierte en un larguísimo frente rectilíneo que nos conduce hasta Rímini. La patria chica de Fellini, su hijo más ilustre, es, con permiso del Lido veneciano, el centro de veraneo más popular del Adriático, y sin duda el más masificado. Kilómetros y kilómetros de interminables playas componen un paisaje alucinante de, literalmente, miles de sombrillas y tumbonas. Un cuadro que nos resulta familiar gracias a tantas películas italianas, y que conforma un gigantesco parque temático playero de coloridas casetas, mesas de ping-pong, pistas de voleibol, zonas de musculación y pequeños parques infantiles. En semejante lugar, es fácil que nos olvidemos de monumentos, piedras y demás carnaza turística y nos dediquemos de lleno a la mayor de todas ellas, lo mejor que un sitio como Rímini puede ofrecer. En un punto cualquiera del infinito paseo marítimo riminés, bajo un cielo encapotado, nos damos un baño en este mar de horizonte limpio, poblado, como en el caso de los lidi ravennati, por muy escasos bañistas. Quién lo diría, contemplando el despliegue de esta infraestructura demencial. Rímini fue, tras la Segunda Guerra Mundial, el primer gran destino del turismo de masas europeo, muchos años antes de que el monstruoso Levante español le arrebatara el dudoso honor de ese cetro.

Algo más allá alcanzamos el legendario Grand Hotel, emblema de la ciudad y de lo que ésta representa. Junto a él se encuentra el parque Federico Fellini, cuyo nombre es recurrente a lo largo y ancho de la ciudad, incluso en los menús de los restaurantes. En este en que nos encontramos, la ensalada Giulietta convive en la carta con la Otto e mezzo y es vecina de la Amarcord. La nostalgia y el homenaje cinéfilos están muy bien, pero nuestros estómagos huérfanos ya se han decantado. Unos sencillos espaguetis con almejas y unos ravioli marineros se convierten, merced al poder evocador de la lírica hostelera, en unos majestuosos Spaguetti in trafila di Bronzo alle vongole y unos ravioli al profumo di pesce con gamberi a farfalla. ¡Cómo demonios no sucumbir a platos con tan fascinador nombre! Fue imposible.

De nuevo en la carretera, por segunda vez en este viaje nos separamos de la ribera adriática para hacer una incursión de un par de días tierra adentro. Situado a apenas 10 kilómetros al sudoeste de Rímini, nuestra primera parada es un lugar que ostenta el imponente título de Estado soberano y república constitucional más antigua del mundo: la Serenísima República de San Marino. El quinto país más pequeño del planeta se extiende en torno a la impresionante presencia del monte Titano, que hasta 1463 constituía todo su territorio. Viniendo desde la costa, el cuadro es magnífico: en la distancia, perfilándose sobre un cielo borrascoso, aparece el montañón que alberga en su cima la capital, con sus faldas plagadas de construcciones y el castillo rematando soberbio su cumbre. El monte y el centro histórico de la ciudad fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2008, y sin duda es una visita que merece la pena. El casco antiguo de San Marino es una primorosa villa amurallada que parece el decorado perfecto, como detenido en el tiempo, para una película de temática medieval. Sus callejuelas limpias y empinadas nos conducen a la Piazza della Libertà, en la que se encuentra el edificio blanco del Palazzo Pubblico, una delicia arquitectónica. Desde aquí, ya en la parte alta de la ciudad y por tanto del monte, dejamos pasar el tiempo mientras contemplamos este paisaje montañoso que contrasta con la planicie de Rímini, y que asemeja San Marino a una Suiza de los Apeninos. Anochece y sopla un fuerte viento que, repicando en los árboles y en los fríos muros, da al momento un tono fantasmagórico. De vuelta a la plaza nos llama la atención la existencia, en un lugar tan pequeño, de varias armerías, de un museo de la tortura y de otro de las armas modernas y antiguas. Restos quizá del pasado de un pueblo acostumbrado a defenderse y que sólo fue ocupado militarmente tres veces a lo largo de su historia, la última de ellas en 1944 por la Wehrmacht, el Ejército nazi, y, tras su retirada, brevemente por los aliados. Sí, curioso lugar San Marino.

La capital mundial de la utopía

Varios carteles con tan pomposo y enigmático eslogan bordean el camino a nuestra llegada a Urbino, el lugar en que nació Rafael, uno de los genios mayores del Renacimiento y, por qué no decirlo, también el campeonísimo Valentino Rossi. Lucen por su ausencia las menciones al Dottore, pero en cambio el nombre del pintor sale a nuestro encuentro en varias ocasiones.  Como su vecino sanmarinense, Urbino se sitúa en lo alto de una colina y el aspecto de su abigarrado centro histórico es igualmente medieval. Sus fachadas y su pavimento, sin embargo, son mayoritariamente de ladrillo, un ladrillo añejo, descolorido, mordido por el tiempo. Merece la pena dejarse un pellizco de juventud recorriendo sus erguidas calles y callejuelas, de sabor a veces laberíntico, en dirección al Palazzo Ducale, una enorme (absolutamente imprescindible la vista de su parte posterior desde la carretera) aunque austera construcción del siglo XV que es el mayor orgullo del lugar. Invitados por el frío exterior, recorremos sus estancias, de una decoración tímida, entre cuadros de Piero della Francesca, Paolo Ucello y Luca Signorelli. Una de las salas, cómo no, está dedicada a Rafael, pero curiosamente sólo contiene dos de sus cuadros, uno de ellos cedido temporalmente a un museo de Buenos Aires. Con tan discreto balance, regresamos a la intemperie. Vecino del palacio, pasamos ante el vulgar Duomo y, algo más allá, cerramos la visita a Urbino con el broche quizá más apropiado: la casa natal de Rafael.

Dicen de Umbría que es, paisajísticamente hablando, la región más bella de Italia junto con la contigua Toscana. Llegamos a ella por estrechas carreteras secundarias que engrasan la paciencia y deleitan la mirada. Estos contornos deliciosos, de suaves y verdísimos altozanos, combinan bosques y praderas con un efecto pictórico. Atravesando la sierra de Burano, sale a nuestro encuentro una de las sorpresas mayores de esta travesía: la hermosa villa de Gubbio. Entre nosotros y ella se extiende un inmenso llano en el que reposan las ruinas de un teatro romano construido en el siglo I a.C. y que, nos cuentan, sirve durante el verano como escenario de conferencias sobre antiguos escritores y poetas. Emociona la contemplación de estas piedras milenarias y, tras ellas en la distancia, la amalgama de perfiles medievales y renacentistas que conforman Gubbio. De entre todos sus edificios destaca el Palazzo dei Consoli, una formidable belleza en piedra blanca primorosamente conservada a pesar de haber celebrado casi setecientos cumpleaños. La plaza colindante, rematada por el más austero Palazzo del Podestà al otro lado, es un estupendo mirador bajo el cual se extiende el manto pardusco de los tejados de Gubbio. De nuevo, es hora de cumplir uno de los mandamientos capitales de todo viajero y dedicar una fracción de tiempo suspendido a observar, a impregnarse de esta escena. Demasiadas veces las prisas, o más bien la pura y borreguil inercia del turista, nos privan de momentos así. No ahora, no en este lugar.

Estamos en tierra de trufa y sales, quesos, aceites e incluso mieles a la trufa nos asaltan desde escaparates y menús. En el ristorante di Porta Tessenaca, un fastuoso local construido en un inmueble del siglo XV al que nos conduce nuestro caminar azaroso, un camarero de la vieja escuela nos guía por su carta con orgullo y criterio de buen hostelero. Es así como conocemos su exquisita sopa de setas con -¡cómo no!- trufa, crostini (picatostes) y queso parmesano, o sus fettucelle de pesto a la genovesa.

Unos inverosímiles ravioli de calabaza con brócoli, crema de queso fresco taleggio y almendras tostadas nos acaban de convencer de que estamos en el sitio apropiado. Ya sólo queda dejarse llevar por el torrente de sabores antes de emprender camino.

El pueblo más bonito del mundo

Proseguimos nuestra incursión hacia el corazón de Umbría, cuya orografía está dominada por los Apeninos, que recorren la espina dorsal italiana a lo largo de 1.400 kilómetros. Es inevitable parar varias veces a un lado de la carretera para ejercer el sagrado mandamiento y dejarse hipnotizar por la preciosa campiña umbra. Es el prólogo perfecto para la maravilla que estamos a punto de conocer. Desparramado sobre una de tantas estribaciones apeninas, en un alto sobre el terreno, aparece Asís, allí donde vieron la luz San Francisco y Santa Clara, la fundadora de la orden de las monjas clarisas. Su achatado skyline está coronado por un castillo medieval conocido como La Roca Mayor. Bajo esta mole, dueña de las mejores vistas de la comarca, se dibujan los contornos de un prodigio urbanístico. Como varias veces antes, pero quizá más aún que en todas ellas, los adjetivos se quedan parcos y el espíritu, inundado de estética congoja.

Sí, el silencio es el mejor testigo de la belleza. Y es así como recorremos las hechuras de este paraje, devorándolo con la mirada, paseando de un modo casi reverencial.

Sucesivas callejas nos dirigen a la encantadora Piazza inferiore di San Francesco, una plaza porticada rematada en uno de sus lados por la imponente basílica de San Francisco. Como completando el sentido de la escena, se aleja cuesta abajo la figura de un anciano monje. Empiezan a caer algunas gotas y encontramos cobijo en la hermosa capilla de Santa Maria sopra Minerva. En un inusitado acceso pío, dan ganas de dar las gracias por el regalo de estar aquí. A nuestra salida del templo, los últimos rayos de un sol fugitivo tiñen, como latigazos de miel, un cielo inefable. ¿Será Asís el pueblo más bonito del mundo? A la espera de conocer futuras maravillas, puede contar con mi voto.

Rumbo al oeste, una vez más hacia el Adriático, atravesamos la región de las Marcas para alcanzar Macerata. La ciudad está ubicada en una colina que se alza entre dos ríos, y posee un hermoso casco histórico custodiado por unas espectaculares murallas con un muy peculiar remate en forma de talud. Desgraciadamente, una tormenta casi bíblica nos recibe, y es así como acabamos en el indescriptible hotel Regina. Su decoración es una apoteosis anarco-ecléctico-kitsch, pero cualquier refugio es bueno en medio de esta noche apocalíptica. Al día siguiente el diluvio continúa y decidimos reemprender camino, abandonando Macerata en una húmeda nebulosa a nuestras espaldas, como un Brigadoon que nunca hubiéramos visitado.

Una gastronómica tierra prometida

De nuevo frente al gran azul. Atravesamos sin detenernos las regiones de los Abruzzos y Malise, como si tuviéramos prisa por llegar a la lejana y prometedora Puglia (Apulia, en español). Grandes cosas nos han contado sobre esta zona del país, como si fuera un custodio de ciertas esencias nacionales, misteriosa, desconocida incluso para muchos italianos, guardiana de la eterna fascinación que ejerce el Sur.

Entramos en Puglia y el paisaje cambia. Cañaverales, olivares y, sobre todo, viñedos ribetean la carretera, que discurre paralela al litoral y permite fugaces vistas del lindo color turquesa que aquí adopta el Adriático. La mayor parte del pescado italiano proviene de estas costas, y el 80% del aceite de oliva que produce Italia se origina aquí y en la cercana Calabria. Alguien, seguramente un orgulloso paisano, nos asegura que el 70% de la pasta que se consume en Europa es pullesa. Exagerado o no, lo cierto es que Puglia alberga una de las cocinas más auténticas y vernáculas del país. Evolucionó a partir de la llamada cucina povera, una cocina que hacía uso de lo que hubiera a mano, ya fuera pasta hecha sin huevo o cualquier cosa verde que creciera en los setos vivos.

Por un error de navegación acabamos en el anodino pueblo de San Severo, donde somos felices víctimas de los modos y maneras del sur: en un restaurante familiar sin carta, ante nuestra desorientación el camarero, un remedo juvenil del más descarado Gassman, nos “impone” un menú degustación con platos típicos que resulta ser todo un hallazgo. Especial recuerdo deja en nosotros una pasta fresca a la crema de espárragos, espolvoreada con albahaca recién cogida por nuestro improvisado cicerone de un tiesto del local. El camarero se llama Simone y, junto con su padre Ennio y su madre Luisa, nos relatan orgullosos la historia de su humilde establecimiento. En la bodega, recientemente renovada, nos obsequian con una botella de vino local, antes de despedirnos con el ruego de que volvamos.

No muy lejos de San Severo, el pueblo de Apricena es nuestra puerta de entrada al Parque Nacional del Gargano, que ocupa la práctica totalidad de la espuela italiana. Circulando por sus desiertas, casi desoladas carreteras se hace pronto evidente lo especial de este lugar. A levante, en la distancia, se alza el macizo montañoso que le da nombre (por cierto, el único ubicado enteramente en Puglia), mientras a poniente empieza a asomar el fiel Adriático con su sinfonía de colores. Delante, un territorio insospechado que, en forma de península, se adentra unos 70 kilómetros en el mar y constituye una de las áreas protegidas más extensas de Italia. Alcanzamos el lago de Varano, realmente una albufera separada del Adriático por un estrecho istmo que atravesamos con sigilo, como embargados por lo extraño de estos parajes. Cerca de su orilla se levantan los esqueletos de varios edificios, algunos de apariencia casi palaciega, una comunidad ruinosa que espolea la imaginación. Es un lugar de veras enigmático. ¿Qué fueron o pretendieron ser estas construcciones alejadas de todo menos de su fantástica ubicación frente al lago? ¿Quizá un espacio de recreo para familias pudientes? No lo sabemos. No hay nadie alrededor a quien poder preguntar. Al otro lado de un asfalto ya aquí plagado de costras, literalmente en medio del campo, se alza aislada una imponente iglesia, muda, mostrando su terquedad al tiempo. Su frontispicio está rematado por una cruz celta, arbustos y chumberas crecen en su derruida techumbre. El silencio del Gargano es aquí atronador. Sólo lo rompe un viento lobuno.

Más adelante la carretera discurre entre campings de aspecto abandonado, seguramente cerrados por el fin de la temporada estival. Parece uno de esos lugares sacados del mismísimo fin del mundo. Con el lago ya a nuestras espaldas, el rumbo de nuevo perdido, acabamos en una ciudad de aire fantasmal repleta de apartamentos y hoteles clausurados en su mayoría, con la apariencia decadente de lo que hace tiempo debió ser un importante centro vacacional. Unos cuatro millones de personas visitan anualmente esta región, especialmente durante el verano, pero una vez más hemos llegado afortunadamente tarde.

Conduciendo a lo largo de la costa se llega a Peschici, el pueblo más bonito del Gargano, situado en el lomo de una colina que muere en el mar. Antes de cerrar la jornada nos concedemos un breve paseo nocturno mientras sus calles y sus gentes duermen, y entonces nos dirigimos al hotel Al Castello, en la parte alta de la villa, donde hacemos noche. Con las puertas del balcón abiertas frente al mar, es un placer dormirse al arrullo de las olas del Adriático, ahora dulce canción de cuna y, al amanecer, relajante toque de diana. Con el nuevo día Peschici despierta a nuestros pies y sus albas paredes encaladas refulgen bajo un sol tiránico. El camino a Vieste, principal núcleo urbano del Gargano, y después a Mattinata que discurre bordeando la costa es un absoluto deleite, cada curva un mirador sobre el Adriático, aquí rabiosamente aturquesado. La erosión del viento y del agua ha moldeado la blanca roca calcárea, componiendo un paisaje acantilado de grutas, bóvedas y arcos.

Abandonamos el parque del Gargano por su cara oriental, dejando a un lado el pueblo de Manfredonia, que no visitamos pero merece figurar aquí por la sonoridad fascinante de su nombre. Es hora de comer. A las afueras de este lugar, en un restaurante de cuyo nombre no consigo acordarme, degustamos el más típico plato pullés: orecchiette (orejitas) al ragú. Exquisito. Igualmente inolvidable es la lasaña, aquí tradicionalmente hecha al horno de leña, sin bechamel, lo cual la hace más ligera, y con el ingrediente sorpresa de unas finas virutas de jamón dulce que añaden al conjunto un punto extra de sabrosura. Memorables hallazgos. Ya sea por la frescura de sus productos locales o por la calidad de su aceite de oliva, las excelencias de la gastronomía de Puglia resultan evidentes. Un rico caldo de roble, otra especialidad de la tierra, pone el broche al festín.

Disney en Puglia

Pasamos Bari de largo, con idea de volver en nuestra última jornada en Italia, y llegamos al punto más meridional de nuestro viaje: la ciudad blanca de Ostuni. Después de ella, Locorotondo. Es este otro precioso y laberíntico pueblo blanco, extrañamente huérfano de visitantes a pesar de su belleza. Caminamos prácticamente solos por sus callejuelas de limpias fachadas salpicadas de tiestos y geranios. A un puñado de kilómetros de distancia se encuentra Alberobello, célebre por sus trulli.

Ejemplo de la singular arquitectura rural pullesa, se trata de simpáticas construcciones circulares rematadas por un techo de forma cónica que dan al lugar el aspecto de un pueblo habitado por gnomos. Se cuentan por cientos y los más antiguos datan del siglo XIV. Alberobello y sus trulli fueron declarados Patrimonio de la Humanidad en 1996. Hordas de turistas campan por su geografía, confiriéndole un innegable tufillo a parque temático, pero sin duda poseen el encanto de un pintoresquismo embriagador.

Algo más al norte pueden visitarse las grandiosas cuevas de Castellana Grotte, posiblemente las más famosas de toda Italia. A esta absoluta maravilla de la naturaleza se accede bajo una enorme bóveda de 40 metros de altura y después de atravesar un corredor central de unos 500 metros de longitud. Estar aquí es sentirse un personaje de la verniana “Viaje al centro de la Tierra”. La red de cavernas, sembrada de cientos si no miles de estalactitas y de estalagmitas con formas alienígenas, se adentra tres kilómetros en las entrañas de la tierra, hasta una profundidad de 70 metros, y desemboca en la sublime Gruta blanca, una auténtica Capilla Sixtina cuaternaria.

De regreso a Bari por la costa, paramos en Polignano a mare. El lugar de nacimiento del cantante Domenico Modugno, su hijo más famoso (cuya estatua buscamos infructuosamente), está situado sobre el espectacular emplazamiento de unos abruptos acantilados picados de cuevas. Accedemos a su atmosférico centro storico a través de la medieval Porta Grande, y nos abandonamos por enésima vez al goce de devorar un gelato, uno de los más tópicos pero irrenunciables placeres italianos. Atardece en Polignano. Ya sólo nos queda volver a Bari para vivir el epílogo de este viaje.

Visitamos la capital de Puglia como unos turistas perezosos que no han estudiado la lección. Sin un plan preconcebido, sin apenas habernos documentado, nuestro objetivo principal es conocer la basílica de San Nicola, el templo más famoso de la ciudad. Llegamos a él deambulando por su città vecchia, su ciudad vieja a veces entrañable, a veces desaliñada. La basílica, construida entre los siglos XI y XII, es un imponente edificio de piedra blanca, de sencillo frontis y ausentes cristaleras. En su cripta, donde aún se conservan las reliquias del patrón de la ciudad, asistimos a la improbable escena de lo que parece ser una misa ortodoxa para una feligresía compuesta de devotos rusos. De vuelta en la superficie, continuamos nuestro vagabundeo por el paseo marítimo cuando, por precaución, revisamos la hora de salida de nuestro avión. Alarma. Estamos a apenas una hora de su despegue. Milagrosamente conseguimos abordarlo, en buena parte gracias al sencillo pero expeditivo método de saltarnos el control de equipajes. De colarnos, vaya. Con una media sonrisa en el rostro nos damos cuenta de que apenas hemos conocido Bari, de que queremos volver. Posiblemente el destino nos acabe de regalar la mejor razón para hacerlo.

Texto y Fotos: Oscar Blanco

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