Guna Yala; tierra indígena en peligro

Guna Yala es una comarca indígena de Panamá que limita al norte con el mar Caribe, al sur con la provincia de Darién y la comarca emberá de Wounnan, al este con Colombia y al oeste con la provincia de Colón. Consiste en una franja estrecha de tierra, de 373 km de largo, en la costa este del Caribe panameño, y un archipiélago de 371 islas que rodean la costa, de las cuales  solo 36 están habitadas.

© Asier Reino

Texto y fotos: Asier Reino

El área fue formalmente conocida como San Blas, junto con el nombre autóctono de Kuna Yala, pero se cambió en octubre de 2011 cuando el Gobierno de Panamá reconoció la afirmación del pueblo guna de que en su lengua no existía ningún fonema para la letra «K», y que el nombre oficial debía ser Guna Yala, que  en lengua guna significa Tierra de los Guna.

Los guna son un pueblo amerindio cuyo idioma forma parte de la familia lingüística chibcha. Ellos se autodenominan dule que significa «persona», por lo que, según las convenciones lingüísticas de este pueblo indígena, su nombre se debería escribir como gunadule, es decir, personas guna.

La región autónoma de Guna Yala que se extiende por esas 371 islas coralinas del archipiélago de San Blas y por esa pequeña franja de costa montañosa y selvática, a la que entra una breve carretera, tiene 11 comunidades de gunas viviendo en la costa, y otras 38 en las islas. Los guna llegaron a este archipiélago caribeño hace varios siglos, huyendo de los mosquitos, ya que la malaria y la fiebre amarilla castigaban fuertemente las aldeas de las montañas donde hasta ese momento se asentaban. La poca altitud de las islas, puros montoncitos de coral que surgen aquí y allá, dispersos como si alguien hubiera colocado macetas de arena blanca y cocoteros para adornar el océano, les sedujo. E hicieron de esos islotes su patria. No tienen agua dulce ni tierras cultivables, lo que les hace llevar, por tanto, una existencia anfibia: viven en el mar, salen en canoa a pescar jureles, barbos y peces sierra, bucean a pulmón para capturar centollos, pulpos y langostas, y ahora también llevan turistas a los paraisitos de las islas deshabitadas. Asimismo, pasan a menudo al continente a cuidar de sus cultivos de maíz, yuca, bananos y hortalizas, a tomar agua de los ríos y hasta a enterrar a sus muertos, a los que envuelven en hamacas.

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La migración de los guna desde los bosques del este del Darién oriental húmedo y el norte antioqueño de Colombia hasta el archipiélago de Guna Yala, en Panamá, no solo se debió a los mosquitos, sino también a los enfrentamientos con sus enemigos catíos y, principalmente, al maltrato que les sometieron los conquistadores españoles, que propició incluso que la etnia guna se aliaría con los expedicionarios ingleses, contra unos ibéricos que llegaron a enviar una flota con la orden única y clara de la corona española del total aniquilamiento indígena en la zona.

Durante los primeros veinte años de Panamá como país independiente, los guna tuvieron también serias diferencias con los distintos gobiernos nacionales, que desembocaron en una revolución y una dura guerra. Las autoridades del nuevo país obviaron los acuerdos de 1870 con Colombia, que garantizaban la supervivencia guna y les reconocía la propiedad de la tierra, e intentaron, igualmente, erradicar su cultura. Empezaron por no respetar sus costumbres ni a sus autoridades indígenas, y trataron de arrebatarles sus tierras. Los guna, que eran ultrajados por los intendentes y los policías coloniales, sufrieron también un intento de occidentalización de sus mujeres, a las que se les obligaba a cambiar su forma de vestir, y se les quitaba por la fuerza el aro de oro puro que lucen en sus narices, las planchas de oro de alto quilate, los collares de moneda y el resto de abalorios representativos de su cultura.

Todos estos ultrajes hicieron estallar la revolución guna en 1925, en la que los indígenas, tras fieros combates, proclamaron la República de Tule, de muy efímera existencia, ya que el gobierno panameño, presionado por algunos organismos internacionales, rectificó y llegó a un acuerdo que supuso la creación del territorio autónomo de Guna Yala, que garantizaba la seguridad de la población y de la cultura guna, a cambio de su permanencia dentro del estado de Panamá. Gracias a la triunfante revolución, los indígenas echaron de sus tierras a madereros, bananeros, caucheros, buscadores de oro, pescadores de tortugas e, incluso, a la policía panameña de forma que, a partir de 1938, la comarca comenzó a gozar de una autonomía muy fuerte.

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La Antigua organización política de los guna se fue además reforzando a través de sus congresos locales, los cuales ponen en evidencia que esta etnia mantiene una fuerte cohesión de grupo que ha permitido que el poder de decisión, sobre las actividades que se realizan en su territorio, y el control de sus recursos naturales recaigan casi únicamente en ellos. En la actualidad la institución política fundamental del pueblo guna es la gran Casa del Congreso, Onmaked Nega, que funciona en cada comunidad y que constituye un centro consultivo, deliberativo y ejecutivo, a la vez que cívico y ceremonial. El mismo simbolismo de la Casa del Congreso indica que está presidida, pero no dominada, por los sailas, que son los líderes de las comunidades, que a su vez se deben a su pueblo.

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Existen distintos funcionarios que son elegidos por el Congreso y que contribuyen al desarrollo de la vida colectiva. Así cada saila es acompañado por el argar, intérprete y vocero, que debe ser un gran conocedor de la cultura para ser fiel en la traducción de los cantos sagrados que entona el saila. Los guardias locales voluntarios, llamados suaribgan, se encargan de mantener el orden en la comunidad, de convocar a las reuniones y de hacer cumplir las resoluciones del Congreso, portando una especie de bastón de mando tallado con figuras divinas, purificado por el canto de los sailas, que sacralizan así ese símbolo del poder colectivo.

Queda claro, por tanto, que los guna son un pueblo orgulloso y combativo, que no ha cedido ante las agresiones externas. Aunque en la actualidad la amenaza que les acecha es todavía más complicada de enfrentar que la de los colonizadores españoles o la de las autoridades panameñas que intentaron acabar con su cultura. Es una agresión cuyos culpables son los países desarrollados, pero que tiene como ejecutora a la por ellos tan respetada madre naturaleza.

Y es que los guna parecen ser, de forma ya constatada, una de las primeras civilizaciones que está viendo en peligro, de manera drástica y decisiva, a causa del cambio climático, su territorio y, con él, su modo de vida milenario. El mar ha subido y no deja de hacerlo. Y eso es algo tan indiscutible que ni los negacionistas más furibundos pueden poner en entredicho. En Panamá, gracias a la construcción del Canal, existen registros de mareas desde 1907. Desde entonces hasta el año 2000 el nivel del Caribe panameño subió 2 milímetros anuales. La subida de las últimas décadas, sin embargo, se ha acelerado considerablemente. Entre 1970 y 2000 la media fue de 2,4 milímetros; y entre 1993 y 2010 el nivel de los océanos subió 3,2 milímetros. Los biólogos constatan también que las islas deshabitadas de Guna Yala han perdido ya 50.363 metros cuadrados en 30 años. Y cada una de las islas habitadas una media de 1.100 metros cuadrados, a pesar de los rellenos.

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Ante ello, el planteamiento guna combina los relatos de los ancestros con la retórica del cambio climático y afirma que el calentamiento global, que producen los países industrializados y sufren, sin embargo, pueblos como el suyo, es el castigo de la abuela Muu, que es como ellos apodan al mar, por atentar contra ella. También dicen que sus antepasados ya vaticinaron que los humanos desaparecerían bajo las aguas, y arrasados por el fuego, lo que es en realidad el calentamiento global. Según los guna, por tanto, cuando se ataca a la naturaleza, el fuego y el agua se unen para castigar. Y los sacerdotes guna llevaban mucho tiempo alertando sobre la inundación que iban a llegar.

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Sea como fuere, lo cierto es que los guna están abandonando sus islas. De los 50.000 miembros de esta etnia que había en Guna Yala en 1998, ahora ya solo quedan 30.000. Muchos de ellos se han trasladado a las ciudades. En Panamá city, por ejemplo, ya hay alrededor de 40.000; y otros muchos están planificando su éxodo a la costa, a lugares más seguros. No olvidan aquel noviembre de 2008 en el que las islas permanecieron un par de semanas inundadas. No olvidan los helicópteros que venían a lanzar comida, ni los barcos que rescataban a los habitantes de las islas más dañadas.

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Si los guna dejan sus islas y su población se disemina por las ciudades será difícil que sigan conservando las tradiciones de la nación guna. Por supuesto, su economía como pueblo, basada en la agricultura, la pesca y la caza, cambiará. También cambiará la forma de sus casas, de arquitectura sencilla, con construcciones basadas en la caña y el bambú que, sin embargo, resultan tan extraordinariamente sólidas y resistentes ante el vaivén del clima.

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Abandonarán sus cayucos de remo con los que salen a pescar y se acercan a trabajar a sus cultivos. Y los plátanos, los cocos, y el pescado, seguramente, ya no serán la base de su dieta. Tampoco exportarán langostas ni, probablemente, sus mujeres seguirán vistiendo mayoritariamente las molas, esos hermosos atuendos, de tejido artístico y colorido único, hechos con técnicas de bordado y bordado inverso, que hoy lucen con tanto orgullo. También es incierto qué pasará con su lengua, esa que hablan alrededor de 70.000 gunas, si sus comunidades se disolvieran en núcleos urbanos fuera de sus islas. Lo mismo, sus ancestrales ritos. Será difícil, desde luego, que se siga manteniendo la Ico Inna, o fiesta de la perforación de la nariz, en la que tras la ceremonia de perforación del tabique nasal de las niñas, en los primeros meses de vida, y la colocación de un aro, los padres ofrecen a todo el poblado la Inna, o chicha fermentada, que igualmente se sirve también en el Inna Suit, o ceremonia de corte del cabello, que tiene una duración de tres días y que, conducida por un Kandur o Cantor, sirve para dar nombre a las niñas que, a partir de ese momento, son dignas de lucir el musue, esa pañoleta tan peculiar que cubre las cabezas de las mujeres guna.

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También será difícil mantener el Sergu-ed, o ceremonia de la pubertad, en la que la niña es paseada por toda la comunidad en su primer día de menstruación, y el poblado regala a la familia el sichi, o fruta de la jagua, con cuyo jugo se pintará a la joven, de cara a la posterior fiesta de iniciación o Inna Mutikid, en la que igualmente los padres obsequian a toda la comunidad  con una noche de chicha y dimas, una sopa tradicional hecha de maíz, en un acto que constituye una manera formal de presentar a la joven en sociedad.

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Es incierto, por tanto, saber qué será de la cultura de estos orgullosos individuos que se consideran a sí mismos olo dule, personas de oro, y parte esencial de la naturaleza, si ésta misma, a la que ellos tanto respetan y veneran, es quien los acaba convirtiendo en unos desplazados climáticos.

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