Entre dioses y leyendas: el legado sagrado de Las Islas de Tahití

A primera vista, Las Islas de Tahití deslumbran. Sus aguas turquesas parecen pintadas con la paciencia de un dios, los aromas del tiaré flotan en el aire y los sonidos de los tambores anuncian que el tiempo aquí tiene otro pulso. Pero basta detenerse, mirar con calma, para descubrir que bajo esa belleza hay algo más antiguo y poderoso: una fe en la vida como un todo, una relación sagrada entre el hombre, la naturaleza y los dioses que aún hoy marca el ritmo de la isla.

Tahití

Según las leyendas de los antiguos polinesios, antes de que existiera el mundo solo reinaba el vacío. En ese silencio inmóvil dormía Ta’aroa, el dios creador, dentro de Rumia, su caparazón, donde aguardaba el instante de romper la oscuridad y dar forma a la luz, al mar y a la vida. Cuando decidió romperlo, la oscuridad se rasgó y nació la luz. Con ella aparecieron el cielo, el mar, la tierra, los vientos y los hombres. Desde entonces, todo lo que vive en Las Islas de Tahití —una roca, una ola, una palabra— conserva algo de esa chispa divina.

La cosmogonía polinesia no separa lo sagrado de lo cotidiano. Aquí, el mundo no se contempla: se habita. Los tahitianos lo saben bien; su cultura ha convertido el entorno en un templo abierto, donde los dioses aún caminan disfrazados de montañas o de estrellas. Y para encontrarlos, basta seguir el rastro de los marae, los antiguos templos al aire libre.

En la isla de Ra’iātea, el Marae Taputapuātea es el corazón de ese universo espiritual. Rodeado de selva y frente a una laguna que parece infinita, este santuario fue el centro político y religioso del Pacífico durante siglos. Desde aquí partían los grandes navegantes que poblaron las islas del triángulo polinesio, llevando consigo sus dioses, sus cantos y su fe. Hoy, el visitante que camina entre sus plataformas de coral, cubiertas por la sombra de los árboles del pan, siente que el aire se densifica. Cada piedra parece contener un rezo; cada silencio, un relato.

En 2017, la UNESCO declaró Taputapuātea Patrimonio Mundial por su valor universal, pero los tahitianos no necesitaban ese sello para reconocer su poder. Para ellos, este marae sigue siendo un punto de conexión entre los hombres y el cosmos. Frente al mar, las ofrendas todavía se depositan con respeto, y las historias de los dioses se siguen contando como si acabaran de suceder.

La espiritualidad de Las Islas de Tahití también se escribe sobre el cuerpo. El tatuaje, o tatau, es una práctica que nació del mito y que aún hoy late como una forma de memoria. Se dice que fueron los hijos de Ta’aroa quienes crearon el tatuaje para embellecer la piel de los hombres y recordarles su origen divino. Desde entonces, el tatau ha sido una especie de escritura sagrada, un idioma sin palabras donde cada trazo guarda un significado: las olas representan la vida y el movimiento, los dientes de tiburón la fuerza, las tortugas la longevidad y el retorno.

Actualmente, en los estudios de tatuaje, los artistas tahitianos continúan ese legado ancestral con orgullo. Su trabajo no es un simple ejercicio estético: es un acto espiritual. Antes de cada tatuaje, se conversa con el cliente, se busca su historia personal, su energía, su linaje. Luego, la aguja se convierte en instrumento de comunión. Al terminar, el tatuador limpia la piel y, por un instante, el silencio se llena de significado: el cuerpo ha sido marcado, sí, pero también ha sido consagrado.

Quien visita Las Islas de Tahití con esta mirada entiende que el paisaje no es solo un decorado: es un personaje. Las montañas se elevan como guardianas del tiempo, las cascadas se deslizan por los valles como si aún cantaran los himnos de los antiguos dioses. El monte Orohena, el punto más alto de la isla de Tahití es considerado morada de Ta’aroa. En sus cumbres, dicen los ancianos, el viento guarda los secretos del mundo.

Los tahitianos creen que todo está impregnado de maná, esa fuerza invisible que atraviesa la materia y da sentido a la existencia. El maná habita en el mar y en los bosques, pero también en los gestos, en las palabras, en los recuerdos. Quizá sea eso lo que siente el viajero cuando pasea por los senderos cubiertos de vegetación: una vibración que parece provenir del centro mismo de la tierra, una energía que no necesita explicación.

En esta Tahití sagrada no hay templos cerrados ni estatuas doradas. La fe se respira al aire libre, se manifiesta en la forma de una danza, en la mirada de un pescador, en el ritmo pausado del día. Las historias de los dioses se narran al atardecer, cuando el cielo se tiñe de magenta y el mar refleja los últimos rayos del sol. Entonces la isla se vuelve casi intangible, como si todo —la luz, el sonido, el viento— formara parte de un mismo espíritu.

Visitar Las Islas de Tahití con esta sensibilidad es entender que los viajes más profundos no siempre se miden en kilómetros, sino en silencios. Es escuchar a la isla con respeto, caminar despacio entre sus marae, observar los tatuajes que la gente lleva con orgullo, y dejar que esas señales hablen. Las Islas de Tahití no se descubre con los ojos, sino con el alma.

Y cuando al caer la tarde el horizonte se enciende en tonos dorados, uno comprende que esta isla sigue siendo una leyenda viva. Sus dioses no se fueron: solo aprendieron a esconderse en el rumor de las olas y en los trazos de tinta que recorren la piel de su pueblo.

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